Carmen llevaba diez días sin pisar la calle, el
tropiezo en la escalera de entrada a su portal le había producido un corte en
la uña del pie izquierdo, y tras el susto, la visita a urgencias, la cura, los
antibióticos y todo lo demás, se fue a su casa para estar en reposo unos días.
La primera noche buscaba los brazos de Carlos como una niña pequeña busca el abrazo del padre consolador, no paraba de gimotear por el dolor, por pensar que se volvería loca encerrada en casa tantos días, por la herida del pie, por no saber si se iba a curar bien, por todo... buscaba el cuerpo de Carlos como un cachorro el de su madre.
Los primeros días estaba nerviosa y alterada y no dejaba de hurgar y toquetear la herida, observaba si supuraba más o menos que hace un rato, levantaba la gasa y comprobaba la extensión de la mancha de pus, ¿más grande? ¿más pequeña?
Entre hurgar y medir la extensión de la mancha de pus en la gasa se entretenía con la tele y algún libro, aunque los antibióticos la dejaban sin fuerza, y más que ver la tele dormitaba junto a ella, y más que leer se dejaba llevar por ensoñaciones de la lectura.
Carlos todas las tardes al llegar del trabajo la colmaba de atenciones y mimos, y Carmen no dejaba de pensar lo afortunada que era.
El cuarto día ya se movía algo por la casa y decidió que Carlos le trasladase el sofá a la zona del tragaluz, que unía el comedor y la terraza. Aquella era la zona preferida de la casa para Carmen y Carlos, en verano se abrían las puertas correderas de cristal y entraba un aire fresquito, y en invierno el sol de la mañana y de media tarde convertía esa zona en un lugar cálido, tan cálido que Carmen y Carlos lo utilizaban para casi todo, leer, abrazarse, merendar...
El quinto día de reposo Carmen se dedicó a andar con lentitud por todas las habitaciones de la casa y descubrió que le gustaba esa sensación de libertad al estar en un territorio que no tenía que compartir con nadie; es más, ese tiempo dilatado de lectura, ensoñaciones y adormilarse con la tele comenzaba a gustarle, se había acostumbrado a ese tiempo blando sin interrupciones. La única interrupción era la llegada de Carlos por la tarde.
El sexto día Carmen había elegido como lectura de sobremesa a Justine, el primer libro de la tetralogía de Alejandría, y allí en el sofá, medio adormilada por el calorcito de la luz otoñal que entraba por el tragaluz, se quedó en duerme vela mientras pensaba en olores de especias, ajetreo de mercados, barcos con velas blancas en mares azules y de pronto...zas, un picor fuerte en el pie la despertó. El sol se concentraba como un haz de luz a través de una lupa y parecía que un rayo de calor había elegido su pie enfermo para que dejase de dormitar. Se despertó molesta y se puso de mala leche, ¡maldito tragaluz!, ¿a quién se le ocurre filtrar la luz del Mediterráneo con cristales? Tardó un rato en darse cuenta de que recibía la luz de la meseta y de que su pie picaba mucho, mejor cambiarse de gasa y de sofá.
El séptimo día Carmen ya no quería ponerse en la zona del tragaluz, además recordaba que la idea fue de Carlos, y Carlos empezaba a molestarla con su presencia a media tarde, ella se había acostumbrado a mirarse la herida como cuando era pequeña y se caía de la bici; a dejarse llevar por los olores de Alejandría; al tiempo blando de la soledad tibia de otoño, bueno, tibia no, gracias al maldito tragaluz la soledad era picajosa y su herida no mejoraba. Pensó que después de la convalecencia lo primero que haría sería reformar la terraza y tirar el tragaluz.
Aquella tarde del séptimo día, cuando Carlos llegó a casa y la besó en la mejilla, Carmen se dio cuenta de que sus besos raspaban, de que era igual de molesto que la luz intensa de la terraza.
El octavo día Carmen había dejado de hurgarse la herida, ya estaba casi sanada, pero notaba que le gustaba la casa para ella sola, que no quería filtros para luz y que los besos de Carlos rompían sus ensoñaciones y no olía como los hombres de sus terrazas alejandrinas.
La primera noche buscaba los brazos de Carlos como una niña pequeña busca el abrazo del padre consolador, no paraba de gimotear por el dolor, por pensar que se volvería loca encerrada en casa tantos días, por la herida del pie, por no saber si se iba a curar bien, por todo... buscaba el cuerpo de Carlos como un cachorro el de su madre.
Los primeros días estaba nerviosa y alterada y no dejaba de hurgar y toquetear la herida, observaba si supuraba más o menos que hace un rato, levantaba la gasa y comprobaba la extensión de la mancha de pus, ¿más grande? ¿más pequeña?
Entre hurgar y medir la extensión de la mancha de pus en la gasa se entretenía con la tele y algún libro, aunque los antibióticos la dejaban sin fuerza, y más que ver la tele dormitaba junto a ella, y más que leer se dejaba llevar por ensoñaciones de la lectura.
Carlos todas las tardes al llegar del trabajo la colmaba de atenciones y mimos, y Carmen no dejaba de pensar lo afortunada que era.
El cuarto día ya se movía algo por la casa y decidió que Carlos le trasladase el sofá a la zona del tragaluz, que unía el comedor y la terraza. Aquella era la zona preferida de la casa para Carmen y Carlos, en verano se abrían las puertas correderas de cristal y entraba un aire fresquito, y en invierno el sol de la mañana y de media tarde convertía esa zona en un lugar cálido, tan cálido que Carmen y Carlos lo utilizaban para casi todo, leer, abrazarse, merendar...
El quinto día de reposo Carmen se dedicó a andar con lentitud por todas las habitaciones de la casa y descubrió que le gustaba esa sensación de libertad al estar en un territorio que no tenía que compartir con nadie; es más, ese tiempo dilatado de lectura, ensoñaciones y adormilarse con la tele comenzaba a gustarle, se había acostumbrado a ese tiempo blando sin interrupciones. La única interrupción era la llegada de Carlos por la tarde.
El sexto día Carmen había elegido como lectura de sobremesa a Justine, el primer libro de la tetralogía de Alejandría, y allí en el sofá, medio adormilada por el calorcito de la luz otoñal que entraba por el tragaluz, se quedó en duerme vela mientras pensaba en olores de especias, ajetreo de mercados, barcos con velas blancas en mares azules y de pronto...zas, un picor fuerte en el pie la despertó. El sol se concentraba como un haz de luz a través de una lupa y parecía que un rayo de calor había elegido su pie enfermo para que dejase de dormitar. Se despertó molesta y se puso de mala leche, ¡maldito tragaluz!, ¿a quién se le ocurre filtrar la luz del Mediterráneo con cristales? Tardó un rato en darse cuenta de que recibía la luz de la meseta y de que su pie picaba mucho, mejor cambiarse de gasa y de sofá.
El séptimo día Carmen ya no quería ponerse en la zona del tragaluz, además recordaba que la idea fue de Carlos, y Carlos empezaba a molestarla con su presencia a media tarde, ella se había acostumbrado a mirarse la herida como cuando era pequeña y se caía de la bici; a dejarse llevar por los olores de Alejandría; al tiempo blando de la soledad tibia de otoño, bueno, tibia no, gracias al maldito tragaluz la soledad era picajosa y su herida no mejoraba. Pensó que después de la convalecencia lo primero que haría sería reformar la terraza y tirar el tragaluz.
Aquella tarde del séptimo día, cuando Carlos llegó a casa y la besó en la mejilla, Carmen se dio cuenta de que sus besos raspaban, de que era igual de molesto que la luz intensa de la terraza.
El octavo día Carmen había dejado de hurgarse la herida, ya estaba casi sanada, pero notaba que le gustaba la casa para ella sola, que no quería filtros para luz y que los besos de Carlos rompían sus ensoñaciones y no olía como los hombres de sus terrazas alejandrinas.
El noveno día Carlos llegó con un ramo de rosas rojas. El ruido de las llaves
en la puerta se convirtió en el detonante para que Carmen pensase que en su
vida sobraban dos cosas: un elemento arquitectónico y un hombre que no olía a
Mediterráneo.
Este texto tiene varios años,lo escribí en un ejercicio en el que daban tres palabras: pus, tragaluz y detonante, y con esas palabras debíamos inventar una historia que no pasase de un folio y medio, y este es el resultado. Hoy me apetecía ponerlo.